CRITICA / Mi amigo el gigante (Steven Spielberg, 2016). Sueños vacíos.

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Ligeros spoilers (no leer si no se ha visto aún la película)

Hubo un tiempo no hace mucho, tampoco es necesario irse a los albores del cine, cuando las películas, sobre todo las de género fantástico, ofrecían y lograban nuevas propuestas, amparadas siempre en la imaginación innovadora y los logros de lo irreal que  hasta ese momento el propio género todavía no había logrado alcanzar. No era necesario que estuvieran cargadas hasta los topes de infinidad de efectos especiales ni hacía falta que hubiese un despliegue de medios desorbitado para fascinar. Simplemente se trataba de contar una historia, una cualquiera. Tan sólo había que saber narrarla y que los métodos empleados fueran lo suficientemente buenos para que aquello no resultase tedioso en el visionado. Con los avances tecnológicos es comprensible que fantasía y efectismo fuesen de la mano. Llegaron los ochenta y aquella década se convirtió en la cuna y caldo de cultivo de la veneración generacional a ciertos títulos que se han convertido en idiosincrasia particular de una forma de ver y entender el cine, como mínimo de cierto sector. Y entre toda esa vorágine hubieron muchísimos directores, pioneros y no tanto, que se consagraron como los auténticos reyes de la narrativa, reinventando el lenguaje cinematográfico y deparando un estilo marcado a fuego en la retina de muchos de los que hoy pasamos la treintena. Sería tontería hacer aquí un listado concreto de todos y cada uno de esos apellidos (y sobre todo de sus currículums). Pero sí puede hacerse un inciso en el autoproclamado rey de todos ellos en cuanto a un formato y un estilo marcado, firmado (y filmado) con letra de oro y que se convirtió en la leyenda que aún le precede. Hablamos, ni más ni menos que de Steven Spielberg.

Tampoco se trata de hacer aquí un artículo de investigación donde se hace un repaso a la trayectoria de uno de los pilares fundamentales del cine blockbuster. Pero sí que es necesario hacer un inciso. De su forma de ver y entender el cine han surgido ciertos títulos que forman parte de la cultura popular siendo uno de ellos, “E.T. El Extraterrestre”, uno de los ejemplos más claros y directos en lo que a  forma y fondo se refiere. En sí pocos detalles podrían servir como reflejo en “Mi amigo el gigante” pues aquella tenía unas intenciones y “Mi amigo el gigante” otras muy distintas pero sí que es cierto que, para empezar, comparten la base y la esencia de su narrativa: la guionista. Melissa Mathison, en la película del extraterrestre abandonado insufló, a través de su libreto, la historia de soledad e incomunicación entre adultos y niños para que Elliot, un niño que se encuentra perdido y desorientado, entablara amistad con un ser del espacio exterior, símbolo ineludible sobre cómo dos seres completamente distintos pueden llegar a conectar de una forma fuera de lo común. Entre ellos se entienden, ambos se necesitan y se demuestran el aprecio necesario para convertir su amistad en una tabla de salvación mutua. Hasta aquí la teórica. La práctica la llevó el propio Spielberg al convertir aquel título en la esencia de la inocencia perdida, la infancia rota, el paso a la madurez a través de las tristezas de la vida pero siempre con la fantasía, lo intimista y lo lacrimógeno como forma de ser. Es lógico que la película marcara a la crítica y al  público universal convirtiéndose, por derecho propio, en el mayor exponente referencial de, quizás, la década cultural más activa cinematográficamente hablando.

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Los tiempos cambian, los gustos también, la forma de entender el cine mucho más y lo que antes era norma ahora se ha convertido en una antigualla o en un estilo a evitar o dejar a un lado, al margen de los nuevos estandartes narrativos. Eso es algo que ni el mismísimo Spielberg ha podido evitar. O lo que es peor: a tenor del resultado de este último trabajo suyo quizás (y subrayo el quizás) ha perdido su esencia vital o aquel estilo único, mil veces imitado pero nunca superado que le hizo convertirse en la piedra de toque de muchos directores contemporáneos. Meterse con la cinematografía del maestro sería faltarle al respeto al mismísimo cine y ése no va a ser el leitmotiv de esta crítica, ni mucho menos. Sin ir más lejos el apellido del inventor de un estilo consagrado ha sido (y seguirá siendo) la influencia y la fuente de la cual han bebido y se han inspirado muchísimos directores deseosos de grabar su apellido en el celuloide de los nuevos tiempos. Si hasta “Spielberg”, a secas, es casi un adjetivo en sí mismo cuando se hace referencia a un estilo y unas formas muy concretas en ciertos aspectos, cinematografías, escenas y resolutivas de cineastas que intentan imitar casi camaleónicamente la esencia del propio director. Pero una cosa está clara: todo ha mutado, ni más ni menos. Más aún en el cine, algo que implica movimiento constante (y más aún en ciertos géneros y sectores). Hoy, a tenor de los gustos de las nuevas generaciones, se necesita otra manera de narrar. El formato clásico, por desgracia, ha quedado obsoleto. La imaginación requiere de imágenes rápidas, ruido, efectos vacuos que sólo sirven para alimentar la carencia de pensar; se necesitan monstruos, alienígenas, se requiere un ilimitado chorreo de escenas concatenadas, que no respiren, que no dejen espacio a la narración básica. Spielberg nunca ha sido de acomodarse pero sí de ser fiel a sus principios. No es que vayan a ir en contra de otros más actuales pero sí que es cierto que para él el cine necesita permanecer en el tiempo sin necesidad de apostar por modas pasajeras. Sin embargo siempre ha estado a la última en lo que a tecnología se refiere. Por así decirlo, no le importa entroncar los nuevos avances para poder seguir empleando una narrativa mucho más clásica.

“Mi amigo el gigante”, la obra maestra de Roald Dahl, es uno de los títulos clave de la literatura infantil universal (pero también válida para todo adulto que siga siéndolo). Ya estuvo rondando en el pensamiento de Spielberg para trasladarlo a la gran pantalla y así  convertirlo en una muesca más de su cinturón. Pero todo lo que tenía en mente para desarrollarlo necesitaba de una tecnología muy avanzada como para que la fantasía del cuento pudiera tomar cuerpo y como suele decirse, aún quedaba un trecho hasta poder alcanzarla. Pero cuando una idea se aposenta en la cabeza de un director de cine ésta no se marchará jamás hasta verse realizada. Así como él le leía el libro a sus hijos ahora ha decidido hacerlo a sus espectadores a través de otro medio idóneo para narrar una historia: el cine. Contando de nuevo con la ayuda de Melisa Mathisson al guión,  volvemos a centrarnos en algo muy similar a aquel extraterrestre que entablaba contacto con un niño para dejar a un lado la soledad y compartir experiencias conjuntas. Lógicamente aquí las intenciones van por otro camino al igual que el envoltorio es mucho más fantástico si cabe. Todo comienza con Sophie, una niña huérfana cuya vida se encuentra dentro de las paredes de un orfanato triste y solitario. Al padecer insomnio pasa las noches entre las hojas de los libros. En una hora marcada, las tres de la madrugada, escuchará un ruido en el exterior y descubrirá, estupefacta, que se trata de un gigante, un ser de otro mundo. Para que nadie descubra su existencia, este ser enorme raptará a Sophie para llevarla a su país. Spielberg, muy decidido, se deleita en plasmar un Londres casi victoriano donde las calles húmedas y el ambiente bucólico, casi nostálgico, sirvan de escenario para una narrativa templada pero activa pues durante todos los minutos que el gigante intenta escapar de ser visto todo se convierte en una especie de yincana bastante ajetreada (la forma de ocultarse, de emplear las farolas, los coches, las calles y demás es todo un acierto). Incluso la traslación de un lugar real como es la ciudad hacia el mundo fantástico es visualmente perfecta pues la noche convierte el camino de regreso casi en un cuadro visual muy atractivo.

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Hasta este instante, en el que llegamos a penetrar en un mundo completamente imaginario, todo lo que hemos visto es puro costumbrismo dentro de lo que la propia fantasía permite. Sin darnos cuenta hemos sido partícipes de un camino de puntos a seguir pues cada lugar que contemplamos tiene su propia idiosincrasia ya sea el orfanato, la ciudad, la traslación hacia el hogar del gigante y que en sí es un puente de unión entre ambos mundos. Toda esta primera parte, de apenas unos pocos minutos, está emplazada en un lugar frío, como si los adultos no se preocuparan de los niños. Para empezar Sophie no tiene padres y las pocas personas que contemplamos en escena son unos borrachos que hacen ruido y no les importa ser como son. Nunca conoceremos a los mayores que se ocupan de la protección de los huérfanos. La pequeña, por el contrario, es más adulta de lo normal para su edad. Tal como la presenta la película es lista, inquisitiva, extrovertida, decidida pero ante todo no tiene miedo a nada, la vida le ha obligado a valerse por sí misma en ese aspecto. Cuando ella ve al gigante no lo observa ni lo siente como una amenaza sino más bien como alguien con quien hablar y con quien entablar una amistad. Una vez la película deja el mundo real para adentrarse en el fantástico, como si traspasamos el espejo de Alicia para adentrarnos en el país de los gigantes, a partir de ese instante es cuando la película cambia de dirección, de tono y de intenciones. Spielberg pretende convertir ese mundo en la narrativa fantástica y en el leitmotiv que debe primar en todo momento.

El problema de base es que todo cuanto contemplamos no transmite nada, todo está al servicio de la monotonía, la planicie y la ausencia de vaivenes, como si un estilo monocorde fuese el que maneja la cámara. Por extraño que parezca el director, que siempre había logrado convertir sus escenas en pequeñas perlas cargadas de emoción que golpeaba el sentido, se encuentra desubicado, perdido, como si su estilo y esencia se hubiesen desvanecido precisamente en un género que siempre se le había dado bien y que dominaba a la perfección. Todo lo que contemplamos viene dirigido por la indiferencia más fría hasta la fecha. Y eso descoloca. Llegados a cierto punto uno puede llegar incluso a pensar que “Mi amigo el gigante” ha sido dirigida por otra persona, novato en la profesión y que el director de “Hook, el capitán garfio” ha puesto su nombre encima. Claro, pueden verse muchas intenciones en ciertas escenas y en ciertos aspectos. A poco que uno analice la historia intrínseca en todo cuanto acontece se puede llegar a ver un discurso concreto y un mensaje que no pasa desapercibido. Para empezar podemos ver que el gigante, del cual nunca conoceremos su nombre, es un ser solitario, amable, entrañable,  disléxico y teniendo su propio idioma el cual puede provocar fascinación y parodia al mismo tiempo. A medida que lo vamos conociendo descubrimos que es todo lo contrario a sus congéneres (pues estos se alimentan de niños), que planta vegetales para no consumir infantes y que siempre ha cuidado de los más débiles. Pero lo más importante y lo que encierra cierta similitud con el Spielberg narrativo: él es el causante de que los más pequeños (y los que no lo son tanto) tengan buenos sueños mientras duermen, que disfruten de experiencias fantásticas a partir de la nada. Para ello él va en busca de estas piezas oníricas para luego darles forma a través de historias que se inyectan en el subconsciente de los humanos a través de un artilugio.

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Por así decirlo Spielberg utiliza la simbología de las ensoñaciones a modo de representación de su arte y sus películas pues a través de la cámara (y su ingenio) proyecta la magia del cine sólo que aquí lo hace de la forma más rudimentaria y antigua que existe: contando una historia. Incluso la escena donde el gigante le muestra a Sophie el árbol donde nacen los sueños es muy poética, onírica en todo su esplendor y que podría servir incluso como representación de que el cine, en su forma y fondo, nace de un mismo lugar: la imaginación de cualquiera que sepa darle vida a través de la cámara. Tristemente, a pesar de que todo es muy fantástico, de que estos momentos cuentan con una intención muy acertada y ajustada, para su desgracia, todo acaba por ser un auténtico lastre narrativo, que pasados ciertos segundos está al servicio de una nada confusa y espesa, como si estas píldoras de auténtica fantasía hubiesen perdido el don de sorprender a medida que avanzan. No basta con tener la técnica apropiada sino que hay que saber emplearla y aquí, desde luego, es todo un tropiezo considerable que ni el propio Spielberg ha sabido cómo plasmarlo o enfocarlo. Quizás en el futuro se logre ver todo este ejercicio clásico como un riesgo en medio de unos tiempos adormilados y complacidos pero a día de hoy resulta, cuanto menos, poco atractivo. Sí, es cierto, no hay nada más representativo y que pueda utilizarse como símbolo de la fantasía que plasmar o darle vida (y forma) a un sueño, el lugar donde se da a luz las creaciones más inimaginables en nombre de lo onírico pero aquí está presentado de forma tosca, bastante abstracta y casi indefinida, algo que no acaba de funcionar.

Otro de los mensajes que “Mi amigo el gigante” intenta transmitir durante la estancia de Sophie en el mundo de su amigo es que la niña y el gigante, a través de los sentimientos y las palabras, se necesitan y se entienden. Ambos representan la parte opuesta del otro. Ella es un persona madura y adulta mientras que él es un ser infantil(oide) pero muy bueno. Tanto que sus otros compañeros se burlan y abusan de él. Sin ir muy lejos, de todos los gigantes del lugar él es el más pequeño de todos. Por así decirlo, ambos son seres infravalorados, que nadie quiere y que siempre están en completa soledad. Ella en un orfanato y él encerrado en su casa, la cual tiene adecentada como si de un hogar para niños se tratase pues hay maquetas, juguetes y demás utensilios acorde a lo que disfrutan los más pequeños. Más adelante, en una de las inspecciones rutinarias de Sophie por la casa descubriremos que en el pasado el gigante tuvo a su cuidado un niño y que para su desgracia los gigantes se lo comieron. La película utilizará el hogar como el lugar donde sucederán dos de las escenas más atractivas visualmente. Una de ellas es cuando los gigantes irrumpen por primera vez y la niña debe ocultarse en el interior de un pepino (la diferencia de tamaños es perfecta en ese aspecto) y la otra es cuando estos seres volverán para cazar a Sophie mientras ésta intentará escapar. La cámara juega a la perfección con todos los elementos y lugares para intentar mantener el suspense (ecos de “Indiana Jones y el templo maldito”, “Jurassic Park” o “Tintín y el secreto del unicornio” sirven como influencia). Pero a pesar de ser dos escenas muy activas e incluso frenéticas por lograr un suspense más o menos bien llevado, siguen siendo momentos vacíos de empatía, como si la tecnología hubiese robado la posibilidad de sentir algo ante estos acontecimientos. Incluso el momento donde el gigante narra a Sophie lo que sucedió con ese niño resulta plano, cosa que en tiempos pasados hubiese sido un gran ejemplo de cómo narrar bien una escena.

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El mayor problema de la película es que emplea un formato que choca con las maneras actuales de lo que se supone debe ser una película de corte infantil y por extraño que parezca propone un discurso esencial, más aún en unos tiempos donde las nuevas tecnologías han acaparado el protagonismo absoluto. El soñar, el imaginar, el inventar historias, el darles forma más allá de lo establecido y lo mecánico es uno de los ejemplos que propone uno de los pilares del séptimo arte como es Spielberg. Siempre ha sido defensor a ultranza de contar historias, narrarlas y darles la floritura necesaria para convertirse en ejemplos inamovibles. Pero el punto de partida se intuye, la base de su propuesta se puede llegar a entender a plenitud pero la forma de narrarlo no convence y mucho menos su resultado pues todo queda mareado, sin energía, disperso y ante todo insulso, algo que resulta, cuanto menos, reprochable. Dejando esta píldora básica al margen, la película tiene ciertos mecanismos le dan una particular idiosincrasia y en teoría es lógico que se recurra a elementos que suele funcionar dentro de la comedia escatológica y pueril como recurrir a flatulencias varias como chiste visual y gag de primaria. Pero fuera de esa pequeña permisividad y esos toques de dudoso acierto  y que en frío sigo creyendo que es completamente innecesario pues se convierte, por unos instantes, en un producto bobo y casi de mal gusto por querer romper la armonía previa a costa de unas risas forzadas, el ritmo que contiene toda la obra es lento, demasiado, pues en sí no sucede nada importante que haga necesario un tempo narrativo tan pausado.

Incluso la escena donde los gigantes juegan con el amigo de la niña como si fuera una pelota para terminar en una persecución colina abajo con Sophie dentro de un vehículo, se supone que es agradecida por romper la lentitud reinante pero todo acontece dentro de un tedio galopante que se convierte en un esbozo. Llegados a cierto punto, el gigante protagonista comprende que la niña corre más peligro si está a su lado y que él no podrá protegerla como es debido. Su intención de secuestrarla no fue una gran idea. Por ello  decide devolverla al mundo real pues sabe que de esta forma estará a salvo de sus compañeros que desean a toda costa comérsela. Seguramente en el libro la idea de haberla raptado para luego devolverla puede llegar a comprenderse más como un acto reflejo de querer tener a alguien a su lado (más aún cuando ya tuvo a un niño a su cuidado) que como un acto ruin porque las intenciones reales y finales es protegerla en todo momento. Pero así como en el libro es aceptable, en la película resulta un gesto arto inútil pues en el mundo de los gigantes no ha habido el tiempo suficiente como para que ambos se encariñen y es volver al punto de partida simple y llanamente para rellenar tiempo de un metraje ya de por sí dilatado. Dejando esa pequeña crítica al margen, en ese instante de abandono (una muestra más de que Sophie ha nacido para estar sola), ella no quiere separarse de él, la única persona que le presta atención. Entre ellos se ha formado un vínculo estrecho y muy fuerte. Tal es así que en un momento de fe ciega, Sophie se asoma a una ventana y salta al vacío sabiendo que él acudirá a rescatarla. Es una muestra de auténtica confianza en la amistad que hay entre ambos. La escena en sí es conmovedora pero resulta tan ínfima entre tanta vacuidad y tan rápida que no destaca apenas y el mensaje que contiene, siendo el más importante de todos, queda desdibujado y casi olvidado a los pocos segundos.

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Por desgracia el último tercio, que vuelve a cambiar el tono, tampoco ayuda a mejorar lo que hasta ahora hemos contemplado porque sigue estando dentro del tedio y la monotonía. A través del deseo de Sophie de ayudar a su amigo y a su vez librarse de una vez por todas de los gigantes que causan el mal tanto a él como a los niños de Londres, la niña y su amigo tramarán un plan que implicará trasladar la fantasía a la realidad (y viceversa) para que de esta forma todo acabe siendo un todo completo. Recurriendo a la ayuda de la Reina Isabel II, la monarquía entablará contacto con ellos dos pues de esta forma lo costumbrista y lo encorsetado juega en la liga de que todo es posible en nombre de la fantasía más empírica y en un arrebato de locura posible (claro que esto ya procedía del libro) somos testigos de un episodio desafortunado tanto en forma como en fondo: convertir al gigante bonachón en un invitado real, en todos los sentidos, para que la esencia del mundo de Roald Dahl tome forma a través de cabriolas, onomatopeyas, situaciones embarazosas y un humor absurdo tirando a impropio de alguien como Spielberg dentro de una ristra de situaciones un tanto fuera de tono amparadas en el humor más bobo y carente de gracia. Está claro que el género de la comedia nunca ha sido su fuerte, más bien su talón de Aquiles particular. El hecho de volver a recurrir a flatulencias y eructos a modo de gag infantiloide resulta falto de ingenio y absurdo en lo expositivo. No sé hasta qué punto el público está preparado para asimilar y asumir tamaña escena que resulta fuera de lugar pero llegados a este punto, como si fuese un punto de no retorno, lo cierto es que ya todo da igual. La película ha perdido el freno desde hace mucho rato y pase lo que pase tan sólo es acumular secuencias sin orden ni acierto. Podría decirse que es la versión 2.0 de la cena imaginaria de los niños perdidos en “Hook, el capitán garfio” (1991) pero así como ahí eran otros tiempos aquí este tipo de inventivas e imaginaciones hilarantes resultan cuanto menos inapropiadas o desacertadas.

Claro, el contacto con la reina, por extraño que parezca, no es para verle soltar gases por distintos conductos y así demostrar que es una persona y no un personaje sino más bien para que les ayude a deshacerse de los gigantes cuyo único propósito es acabar con todos los niños de Londres. De ahí que estén desapareciendo en extrañas circunstancias. Aquí, una vez más, Spielberg, por extraño que parezca, decide filmar el clímax con el piloto automático y sin apenas alarde de imaginación e inventiva. Puede ser que hasta ese momento se haya tomado su tiempo para colocar todas las piezas de este cuento dentro de un tono uniforme pero en lo que respecta al final, cuando se supone debería ser lo más impactante de todo el metraje, todo está rodado con prisas, sin apenas acierto y sin nada que recordar pues llega a ser hasta confuso y sin la épica que requería una resolución como ésta. A pesar de notarse ciertos aires muy deudores de “Jurassic park” (1993) aquí no hay espectacularidad en todo lo que atañe a esta escena en concreto y la decisión final deja una indiferencia absoluta. Una vez concluye este cuento anticuado nos quedamos con la sensación de que hemos contemplado algo que es posible que ni en los tiempos gloriosos del Spielberg más activo hubiese funcionado como él creía. Nadie niega el riesgo de presentar “Mi amigo el gigante” en pleno 2016. Casos así siempre lo son y más aún cuando lo que aquí impera no son los efectos especiales ruidosos sino más bien una narrativa calma y centrada en la amistad de dos seres distintos.

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Pero cuando estamos ante el hombre que ha tenido bajo su dominio y control el lenguaje cinematográfico de décadas enteras, cuando se trata del cineasta que posee un sello propio, un estilo tan personal y un formato tan particular, ver un producto anodino, frío, aséptico, carente de estímulo, que ensambla escenas sin alarde ni acierto, que nada cuanto sucede deja huella y que un título así consigue, sin poder evitarlo, la sensación de que quizás podría pasar por ser obra de otro director cualquiera menos del rey del cine blockbuster pues deja un sabor no ya agridulce sino amargo porque sin lugar a dudas estamos, quizás, ante la película más impersonal y sin color de toda la filmografía de alguien que siempre había demostrado ser el mejor en su labor, dominando la cámara  como pocos y convirtiendo sus películas en auténticos alardes del séptimo arte. “Mi amigo el gigante” consigue a su pesar, sobre todo para los que observan con lupa minuciosa todos y cada uno de los movimientos de las maneras de Spielberg, la sensación de que el maestro ha ido perdiendo su idiosincrasia de unos años para esta parte. Más aún cuando es alguien que se sabe el manual de instrucciones mejor que nadie para conseguir y convertir en oro fílmico cada obra que muestra al mundo. Y la razón no es porque la película carezca de escenas impactantes, no tenga una historia que conmueva o que llegue al corazón ni porque la narrativa que utiliza es menos impactante que otros casos anteriores. Pero cuando eres el rey Midas en la taquilla (que tampoco es sinónimo de nada) y eres el hacedor de auténticas joyas y obras de arte, aún siendo menores o mínimas en su resultado, contemplar algo así, tan carente de estímulo y plano en su realización demuestra, desgraciadamente, que es un traspiés considerable.

No atacaré la credibilidad que transmite la captura en movimiento de Mark Rylance pues hay momentos donde resulta muy convincente. Incluso la interacción de la infografía con los elementos que le rodean es bastante aceptable. Más aún cuando se desenvuelve, mueve y actúa en un escenario real como la primera escena situada en las calles de Londres. Pero es un personaje que aún transmitiendo emociones y valores no convence ni conecta más allá de ver a un gigante al cuidado y custodia de una niña pequeña. Porque ahí está otro de los grandes problemas: la nula química entre Ruby Barnhill y la criatura. El error de casting es importante porque en ningún momento veo una pequeña interactuando con un personaje digital sino a una actriz que se pierde, que no llega, que no sabe como transmitir y mucho menos convencer. Su participación resulta muy antipática en un personaje que le viene grande. Incluso en muchos momentos hay una pérdida constante de coherencia emotiva. Ella va dando bandazos entre escena y escena sin llegar a convencer en apenas ninguna. Tampoco ayuda que los gigantes no transmitan la sensación de peligro ni maldad más allá de su rústico, torpe y esperpéntico carácter. Sí, son los malos pero porque la película te lo dice, no porque realmente uno sienta el peligro. Son personajes de quita y pon que no dan miedo ni pavor. Una vez más se demuestra que la tecnología CGI tiene muchos logros y muchos aciertos pero a la hora de transmitir credibilidad con cierto tipo de creaciones siguen siendo muy pocos los roles que logren ser funcionales sin tener la sensación de ver un dibujo infográfico frío, uno que pueda defenderse por sí mismo.

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Por último pero no menos importante, nunca se le da al país de los gigantes la presencia necesaria. Tan sólo conocemos el perfil de algo enorme pero que nunca logramos contemplar pues sólo conoceremos el hogar del gigante bondadoso, el exterior del mismo y poco más. Es como si se tratase de aquellos decorados pintados que hacían a la vez de fondos inertes que no transmitían la sensación de lugar sino de mero mural decorativo. Es una verdadera lástima que Spielberg pierda todo el tiempo del mundo en cosas insustanciales de ciertas escenas pero que no vaya un poco más allá al inspeccionar un mundo fantástico cuando precisamente traslada un ser real a un lugar imaginario. No se le pide que haga un despliegue de lugares pues también es cierto que la aventura épica no es el leitmotiv narrativo pero sí se espera lo justo y necesario para no tener la sensación de que en ese aspecto falta algo. Lo mismo sucede con el mundo de los sueños. Sí, es posible que sea la parte o el elemento más decorativo, fantástico y onírico de toda la película pero una vez pasada la novedad y expuesto el poder del instante acaba siendo algo reiterativo, no tan ingenioso como pudiera parecer y que resulta un tanto cargante. Sin lugar a dudas “Mi amigo el gigante” es un claro ejemplo de desidia narrativa, falta de ideas y una dejadez absoluta por parte de alguien que reconvirtió la narrativa fantástica. Sin miedo a equivocarme estamos ante el título más plano, inofensivo, insustancial y falto de sensibilidad de todos los que ha ofrecido Spielberg hasta la fecha y a estas alturas, cuando se trata de un director que siempre ha cumplido con creces, es algo que deja en entredicho. Un traspiés, desde luego, pero uno tan grande que no sé hasta qué punto puede llegar a pasarle factura. Espero y deseo que no sea una tónica autoimpuesta para sus nuevos títulos. Sería una forma de despedirse de un autor que definió los cimientos del cine contemporáneo actual.

Claqueta de bitácora


 

Título original: The BFG

Director: Steven Spielberg

Actores: Mark Rylance, Ruby Barnhill, Penelope Wilton, Jemaine Clement, Rebecca Hall, Bill Hader, Rafe Spall, Adam Godley, Matt Frewer, Ólafur Darri Ólafsson, Haig Sutherland, Michael Adamthwaite

Guionista: Melissa Mathison (Cuento: Roald Dahl)

Banda sonora: John Williams

Fotografía: Janusz Kaminski

País: Estados Unidos

Año: 2016

Género: Fantasía.

Productora: Amblin Entertainment / DreamWorks SKG

Sinopsis:

Adaptación del cuento de Roald Dahl sobre una niña que se alía con la Reina de Inglaterra y con un gigante bonachón para impedir una invasión de malvados gigantes que se preparan para comerse a todos los niños del país.